martes, 11 de marzo de 2008

El País de las Propinas

El País de las Propinas

La razón por la que muchos mexicanos no acostumbran trabajar es porque por cualquier cosa reciben propinas. De todos los que los rodean. Y durante muchos años, incluso de los gobiernos.

La propina es, básicamente, un impuesto para las clases bajas y medias que poseen automóvil. Aunque esto último no es indispensable, sí es un factor determinante. Se ha transformado en una ayuda a los gobiernos estatales y al federal porque les quita de encima la obligación de crear empleos y la preocupación por impedir que muchas personas que no saben hacer nada se vayan a convertir en delincuentes. Bueno, más delincuentes.

Ofrecer y aceptar dádivas por cualquier motivo nimio es muy mexicano. Es una forma de corrupción para mantener de nuestro lado a alguien que, de otra manera, podría perjudicarnos. Pero la corrupción es la corrupción, y es como el embarazo: o estás o no estás, no hay términos medios. Eres corrupto o no eres.

Imaginen esto: un sábado por la mañana tienen que ir al centro de la ciudad a comprar algo (porque el centro sigue siendo el centro y es fuente inagotable de bienes y servicios que a veces no se encuentran en otros sitios de la ciudad). Estacionan su automóvil en uno de los muchos y horrorosos estacionamientos privados que existen. Tras de negar que lo laven y enceren, escuchan con aprensión cuando el chofer (conocido como “el chango”) que maneja el automóvil lo sube haciendo rechinar las llantas por una escalofriante y muy sonora rampa metálica. Horas después, al regresar a recogerlo y de haber pagado una importante suma, traen nuestro auto, al que hay que revisar de reojo para ver que, por lo menos, no tenga más golpes de los que traía y que no le falten piezas evidentes, como los faros. El chango que lo ha manejado, que puede no ser el mismo al que lo entregamos al llegar, estira la mano y tenemos que darle por lo menos cinco pesos. ¿Por qué? Solamente hizo lo que le pagan por hacer: traer el auto de un piso al otro. Hago notar que al pagar no nos dan factura a menos de que mostremos nuestro RFC, una identificación con una fotografía reciente viendo hacia la izquierda y una copia certificada de nuestra acta de defunción, porque es sabido que el SAT siempre facilita las cosas.

Salen del centro de la ciudad y se dirigen por Reforma hacia el Periférico. En cada esquina se van a topar con vendedores de los más increíbles artículos, posiblemente robados o pasados de contrabando y con pedigüeños profesionales. Hordas de ellos.

Hace años, creo que el Instituto de Capacitación de la Cámara de la Industria del Calzado hizo un estudio que mostraba que la gente que vende o pide limosna en las calles gana mucho más que los asalariados, con la ventaja enorme de que no pagan impuestos. Y eso no se vale: si uno paga impuestos puede hablar mal del gobierno, de la oposición, de quien uno desee —que para eso está la libertad de expresión—, pero si uno no paga impuestos, ¿con qué cara puede uno hablar mal de las cosas, si no está cooperando para que mejoren?

Estos pedigüeños son tan variados como la imaginación y, además, como los circos, tienen temporadas: niños y hombres y mujeres perfectamente dotados físicamente y que deben representar a las compañías Adams o Trident —que juntas tienen más representantes que Avón y el SNTE de la Gordillo— y que insisten en tocar los espejos de los coches, ensuciándolos; payasitos con globos en los glúteos; tragafuegos (creo que esta es una especie en extinción por el calentamiento… bucal); malabaristas que a veces hasta largas escaleras traen; lavavidrios instantáneos que aprovechan no se si los descuidos de los conductores o la cara de idiotas que llevan para lanzar chorros de un líquido lechoso sobre el parabrisas y el cofre del auto —me he fijado que sus víctimas favoritas son las señoras—; dizque ancianas vestidas de indígenas que a veces da la impresión que a la vuelta de la esquina se maquillan y visten correctamente para llegar a sus casas en la colonia Santa María la Ribera o Escandón; hombres y muchachos cargando cajitas obviamente violadas con el logo de alguna institución que ayuda a los niños con parálisis cerebral o a las mujeres violadas; personajes patéticos con fracturas en los huesos que nunca sueldan (porque se dejan ver en las mismas esquinas durante meses cargando una receta médica muy antigua y ajada y con brazos o piernas vendados); mujeres pequeñitas cargando grandes muñecos o niños posiblemente ya alimentados con corn flakes y leche; minusválidos en sillas de ruedas que arriesgan la vida al transitar entre los ríos de automóviles; viejitos desdentados que apenas pueden con su alma. A quienes solicitan nuestro donativo (siempre con cara de tristeza y aburrimiento) digamos que dos de cada cuatro automovilistas les dan un óbolo. Los taxistas no fallan. Ha de pensar que si no fuera por la virgencita ellos estarían pidiendo. Cuidado, porque entre toda esta caterva de personajes circenses se ocultan en ocasiones los asaltantes y arrebata-bolsas mediante la rotura violenta de los cristales.
En lo personal, cuando me da la gana —que ese es el único privilegio que tenemos quienes podemos dar propinas— ayudo a los viejitos (pensando igual que los taxistas) y a los minusválidos, porque siento que a los niños, abundantes e invariablemente mocosos y sucios, les quita un adulto, un robachicos, su dinero en cuanto dan la vuelta a la esquina. No olvidemos a los vendedores de tarjetas telefónicas que hacen que éstas escapen de los impuestos al no dar facturas y los ya tradicionales de periódicos (los microempresarios) y los de billetes de lotería y sus similares, que se supone deberían ser precisamente los minusválidos., como señalaba el decreto que creó la Lotería Nacional.

¿Se le ocurre ir a un supermercado? Hay que caerse con lo del estacionamiento y con la propina al señor engorrado que, sin saber manejar, nos indica su opinión de hasta dónde podemos echarnos en reversa mientras silba. Si deja su auto en la calle, enfrentará a los franeleros, que casi casi le dirán: ¿se lo cuido o se lo rayo? O, como en Coyoacán y la zona de hospitales del sur, que se han convertido en dueños de la calle al negarse a mover sus huacales o botes de plático si no se les adelantan 20 o 30 pesos. Imposible pensar que el gobierno ignora esto. ¿Será que es del PRD?

Si le llevan el directorio telefónico, el empleado se le quedará viendo unos segundos más pidiendo con su presencia una propina, si el cartero pierde o no las cartas, usted recibirá en su domicilio una atenta cartita pidiendo un regalito (en efectivo, claro) el Día de Muertos, desde luego antes del 12 de noviembre, y antes de Navidad. También recibirá atentas tarjetitas de los empleados de limpia y de los servicios de la ciudad. Si come tacos en la esquina, habrá un cochinito de barro con un letrero pegado que dice “propinas”. Todos piden propinas y es de sorprenderse que muchos las reciban. Todos, excepto la gente que llamamos decente, como nosotros, que tenemos que conformarnos con lo que ganamos menos los impuestos... y las propinas que pagamos a diario.

¿De dónde viene esta nefasta costumbre? ¿De los indígenas o de los españoles? Nadie sabe ni lo sabrá nunca (ni el mismo Samuel Ramos o su seguidor, el Nobel Octavio Paz), sólo que ya durante la Colonia se acostumbraba premiar la labor de algunos personajes, como los aguadores. Cuando la gente no tiene sueldo fijo, no está mal. Pero cuando lo tienen, no tienen vergüenza. En las gasolinerías y en los restaurantes, los dueños pasan la factura de los sueldos de sus empleados a los consumidores, lo que no es justo. Encima: si uno no da por lo menos el 10% de propina en un restaurante, el mesero se le queda viendo un instante más de lo debido mientras que por los ojos grita que uno es un tacaño. Me ha tocado ver a expendedores de gasolina que despectivamente tiran la suelo las monedas de a peso. Y es que, repito, cuando el óbolo es voluntario, uno da lo que le da la gana, si es que da.

Mientras que a los mexicanos no les entre en la cabeza que el dinero para el sustento se gana trabajando, y el gobierno siga regalando cosas y nosotros dando propinas por aquí y por allá, seguiremos siendo, tristemente, del Tercer Mundo. Vamos a proponernos dar menos regalitos a quienes no hacen nada.