lunes, 12 de mayo de 2008

Grandes inventos


Esta es la gran época de los inventos que hacen nuestra vida más cómoda. Nos facilitan las cosas y las hacen más rápidas. A veces más baratas y eficientes —aunque no con la frecuencia o con la seguridad que yo desearía—, y desde luego nos evitan tantos movimientos y quema de calorías. ¿Por eso habrá tanta obesidad caminando en dos patas?

Dicen que si usted quiere volver loco a su pareja en la cama, sólo debe esconderle el control remoto y pienso en los años 60, 70 y 80 cuando para cambiar un canal de televisión nos teníamos que levantar del sillón, caminar hasta la tele y girar una perilla, que si no quedaba exactamente en su sitio hacía que la imagen parpadeara continuamente. ¿Y qué me dicen de los botoncitos que tenían los aparatos de TV para controlar el rayado horizontal o vertical tan frecuente en aquellos tiempos? Había que estarse parando para que volviera la imagen. Si uno habla de esto ante personas más, ejem, jóvenes, piensan que hablamos de la era paleozoica. Ahora, cuando hacemos zapping porque tenemos más de 200 canales de televisión que simultáneamente y todo el tiempo transmiten pura basura, repeticiones y programas refritos —que generalmente son un poco mejor que los actuales— imposible hacer un buen intento de idiotizarse sin un buen control remoto (CR). Si se es exigente, y tiene uno dinero, puede tener un control que además de la TV también maneje el DVD, la VCR, Sky, Cable, el TiVO y el IPOD. ¿Qué le parecen los nombres? Eso no es lo curioso, lo curioso es que casi todo mundo sabe de qué estoy hablando.

Un jogger en los EEUU, que se dice que era dentista, al correr diariamente en un bosque (aquí no se puede correr en ningún bosque del país por el peligro de los talamontes o asaltantes, de los atencos o de los narcos), descubrió que al pasar por un determinado lugar siempre encontraba pajaritos muertos. Sospechó la existencia de un asesino serial —ah, la suspicaz mente estadunidense entrenada diariamente a fondo para la paranoia—, y llevó algunos cuerpos (¿o cadavercitos?) a un amigo veterinario para que los autopsiara. Revelación sorprendente: los cuerpecillos estaban concinados adentro, pero crudos afuera. Resultó que las aves tenían la mala fortuna de pasar frente a una antena de microondas, de las que se emplean para las comunicaciones. Al pasar atravesando el haz, estando la transmisión activa, se cocinaban y morían. De ahí surgieron los hornos de microondas, sin los cuales ya no podríamos hacer muchas cosas que antes requerían de gas, carbón y de tizne (de los dos tipos). Temo el día que se demuestre que las microondas cuecen poco a poco los lóbulos temporales del cerebro, lo que explicaría la extendida tendencia que tienen mis amigos y coetáneos a olvidar de lo que están hablando, cuando recuerdo que antes todos hablábamos de corridito y podíamos hablar, beber, divertirnos, ver muchachas, criticar y respirar al mismo tiempo. Algunos hasta fumaban al hacer todo esto.

Pasa uno por la calle y ve a su alrededor a personas con audífonos en las orejas. Algunos mueven la cabeza rítmicamente. Otros miran el infinito o, de plano, llevan los ojos cerrados en callado gesto de concentración. Los más pobres van escuchando una radionovela o los chismes más amarillistas que les vierten las orejas y los ventaneando y el gordo y la flaca y ellas con las estrellas. Algunos con más posibilidades llevan un casi-obsoletos-ya discman, y el resto, la mayoría, van oyendo sus mP3 con variados nombres: los humildes un teléfono celular o un USB, los poderosos un IPOD. Son la nueva generación aislada. ¿Cómo se irá a llamar a sí misma? Ya tenemos generación X, generación Y, estos tal vez sean la generación del Me Vale. Las iniciales MV, en números romanos forman el número 1005. No está mal: la Generación 1005, que se caracteriza en que la mayoría de sus integrantes jamás han escuchado un buen disco bien grabado, que se conforman con lo que les den o se puedan piratear en Internet. Que no desean ni sabrían trabajar en equipo, porque los audífonos los aíslan del mundo, al que no quieren pertenecer, porque la música, el show, los conciertos —el pan y el circo, pues—, lo dominan todo. SON todo —y esto bien que lo saben los gobiernos—. Es bueno, muy bueno, tener colecciones de música, pero qué sociedad hemos creado que los jóvenes (en la calle no he visto ancianitos escuchando estos aparatos) no sienten interés en lo que sucede, en lo que ha pasado, en la historia o en el futuro. Cortar el presente aislándose es boicotear el flujo de la historia: la del mundo, la del país, la de ellos.

Pasé muchos años de mi vida sin requerir de estar llamando a nadie por teléfono cuando estaba en la calle, en un restaurante, con otra persona, con un amigo, cuando transitaba en mi auto. Ahora todos andamos con “collar y correa”. Al principio por la inseguridad causada por la delincuencia , y ahora por la comodidad o de plano el ocio y la indiferencia. Tenemos que aguantar al vecino de mesa que vocifere —como si el mismo aparato no transmitiera electrónicamente hasta sus más mínimos resuellos— sus diferencias con su cónyuge, o le cuente sus aventuras a su amigote o regañe a sus empleados. ¿Por qué tengo que soplarme estas conversaciones en público? ¿Qué derecho tiene la ineducada gente a hacerme sabe sus nimias pláticas? Si fuera el Teléfono Rojo (con mayúsculas), pasa. Pero los comentarios de una señora a su amiga (¿o también se dirá amigota?), ¿qué diablos me importan a mí o a cualquiera de los otros asistentes a un cine o a un restaurante? Y además, ahora los celulares también tienen sonidos supuestamente chistosos, jueguitos, cámara fotográfica y de video —extrañísima combinación que a cualquiera convierte en paparazzo—, radio AM/FM, mP3 y hasta Internet. Les falta bailar o tener un sombrerito con una bandera o algo así.

Por si fuera poco, para machacar el tema del teléfono, pasan los tipos por la calle mascullando o gritando a nadie. ¿Están locos? No: traen un Bluetooth. A veces, este audífono inalámbrico cintila o centellea de color azul o rojo, cumpliendo así también con el reglamento de tránsito para peatones, que señala en su Artículo 23 que todos los transeúntes que hablen por teléfono deben tener una luz cintilante para señalar su estupidez o su complejo de inferioridad. Lo que les debería centellear, aunque sea de vez en cuando, es el cerebro.

¿Quién habrá dicho y aceptado que la cultura sólo se presenta a través de la Internet? Porque eso es lo que creen muchas personas. No cabe duda de que este invento es fantástico y maravilloso, pero cuando se emplea con moderación e inteligencia (lo que elimina al otro 99% del mundo) y con un objetivo. La verdadera cultura, la que trasciende y nos integra al mundo, la que pone nuestras vidas en un contexto real, todavía viene —en su mayor parte, en la parte clásica, en la parte creativa— en las páginas de los libros. Podemos encontrar lo último en Internet, pero no encontraremos las obras de Esquilo, de Cervantes o de Juan Rulfo, por poner algunos ejemplos. No encontraremos mejores versiones de la Iliada o la Eneida que las ya publicadas. No está la historia escrita, sino en versiones menores o en programas especiales que sí tienen un alto costo. Y además, leer en una pantalla no se compara, ni remotamente, con la lectura de un buen libro bajo buena luz en un sillón cómodo, o en la cama.

Sí es verdad: la Internet me comunica con gran velocidad, no contamina tanto como si escribiera en sobre y papel con un lápiz y lo enviara por correo o mensajería o lo llevara en mi automóvil hasta su destino. Me informa las noticias y me permite comunicarme con gente del otro lado del mundo y, próximamente, con gente que esté en naves espaciales o en otros planetas. Esto es muy bueno, excelente, pero no me hace fraternizar con ellos, no me permite verlos a los ojos ni conocerlos. No me permite ser yo, ni escribirles pensando largamente lo que he de plasmar: emociones, sensaciones, impresiones, reflexiones, riqueza de lenguaje, poesía rimada o no, aventuras y cuentos. Mi identidad se les presenta a mis lectores solamente en forma de letra Arial tamaño 12 puntos, y todos somos mucho más que eso. En cambio, quien sabe por qué medios, hace que me escriban aquellos que no deberían escribirme, porque mi dirección se vende en forma impersonal, junto con las de decenas o cientos de miles incautos más. Me llena de spam, de anuncios de cosas que no necesito, me avisa de supuestas mujeres inaccesibles y solitarias que desean que yo les escriba, me quiere obligar a ver cursis presentaciones de fotos (y peor si son con música), me avisa de eventos que me valen un rábano, me llena de chistes sosos y me tienta con mujeres bellísimas (probablemente inexistentes), con pornografía y artículos que nunca he necesitado y probablemente nunca necesitaré. Más bien dicho: nunca nadie necesitaremos.

Menciono sólo algunos inventos. Faltan de mencionar muchos más. Reconozco que el de hoy ha sido un artículo lleno de humor negro, pero es que nuevos buenos inventos, de esos que son tan necesarios que hacen que el público clame por ellos, que mejoren a la especie humana, que saquen lo mejor del ser humano, que procuren la salud, el trabajo y el bienestar y saquen de la pobreza e insalubridad a millones que las padecen, que nos hagan más sabios o más prudentes o, cuando menos, más buenos e inteligentes… De esos no hay muchos.

Por lo menos nuevos.